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CSJ SCC 5418 de 2018

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Radicación n° 05042-31-84-001-2002-00107-01

 

 

OCTAVIO AUGUSTO TEJEIRO DUQUE

Magistrado Ponente

  1. SC5418-2018
  2. Radicación n° 05042-31-84-001-2002-00107-01
  3. (Aprobada en sesión de catorce de marzo de dos mil dieciocho)

Bogotá D.C., once (11) de diciembre de dos mil dieciocho (2018).

Procede la Corte, en sede de instancia, a dictar la sentencia sustitutiva de la proferida por la Sala de Familia del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Antioquia, dentro del proceso ordinario de Gustavo Alberto, Luís Fernando y Mario León Peña Aristizábal contra Juan Camilo Peña Cartagena.

ANTECEDEDENTES

Los accionantes, en su condición de hijos y herederos de Luis Alberto Peña Cañola, fallecido el 7 de mayo de 2002, impugnaron el reconocimiento de paternidad extramatrimonial que en vida hizo éste respecto de su contraparte.

Argumentan que son fruto del matrimonio celebrado entre Olga Aristizábal y Luis Alberto Peña Cañola, por lo que al fallecimiento del progenitor están legitimados para atacar la manifestación de ser el padre del demandado que obra en su registro civil de nacimiento y se hizo mientras Juan Camilo estaba bajo la «presunción de paternidad consagrada en el artículo 214 del Código Civil» respecto de Gabriel Jairo Correa, por lo que logró plenos efectos luego de derrumbar esa figura según oficio del Juzgado Promiscuo de Familia de Santa Fe de Antioquia de 9 de julio de 1998 (fls. 1 al 4 cno. 1).

Notificada la madre de Juan Camilo, quien para esa época era menor, se opuso y planteó como defensa previa la «caducidad», que también formuló como perentoria, con las de «falta de interés para actuar», «prescripción» e «inaplicabilidad» (fls. 18 y 25 al 31 cno. 1).

El funcionario de conocimiento no encontró probada la «caducidad» (fls. 1 al 11 cno. 2), lo que confirmó el superior (folios 7 al 12 cno 3).

Los actores apelaron el fallo del Juzgado Promiscuo de Familia de Santa Fe de Antioquia que negó las pretensiones y, adicionalmente, desestimó «las excepciones de mérito o fondo propuestas por la parte demandada» (fls. 177 al 192 y 194 cno. 1).

El Tribunal modificó la decisión para tener por probada «la caducidad de la acción» (fls. 30 al 44 cno. 5).

La Corte, al desatar la impugnación extraordinaria de los hermanos Peña Aristizabal, casó la sentencia del ad quem, pero, antes de proferir la resolución de remplazo, decretó de oficio los exámenes necesarios «para determinar científicamente, con base en marcadores genéticos de ADN y con un índice de probabilidad superior al 99.9%, la paternidad extramatrimonial que se atribuye a Luis Alberto Peña Cañola (q.e.p.d.) respecto del menor Juan Camilo Peña Cartagena» (fls. 41 al 62).

A pesar de que se agotaron todos los medios para recaudar las pruebas, «en vista del incumplimiento del contradictor de los deberes de lealtad y colaboración que obligan a las partes», se prescindió de éstas (fl. 1403).

FUNDAMENTOS DEL A QUO

A esta impugnación no le es aplicable el procedimiento especial preferente de la Ley 721 de 2001, referido a trámites para establecer la paternidad o la maternidad, por lo que «sería un absurdo jurídico y un contrasentido procesal» darle a la renuencia de una de las partes a practicarse la prueba de ADN la consecuencia jurídica del artículo 8 de esa ley, lo que conllevaría una clara violación del derecho fundamental al debido proceso.

La resistencia del contradictor y su ascendiente en llevar a cabo el examen con marcadores genéticos de ADN se erige como un indicio en contra, al tenor de los artículos 242 y 249 del Código de Procedimiento Civil, insuficiente para el resultado perseguido ya que por sí solo no da lugar al pleno convencimiento del hecho por verificar, convirtiéndolo en contingente, si bien podía inferirse que tal comportamiento obedeció a dudas sobre la paternidad, el temor de afectaciones emocionales al opositor o una reacción de indiferencia de la madre frente a «un simple chisme».

Al valorar en forma conjunta los medios de prueba, se observa que las declaraciones de Gustavo y Luis Fernando Peña son ineficaces para demostrar los hechos por ellos narrados. Además, Elvia Cartagena afirmó que en la época de concepción no tuvo relaciones íntimas con otras personas y así lo corroboran varios testigos que merecen credibilidad por coherentes, carecer de contradicciones graves y no haber sido tachados.

Correspondía a los promotores demostrar otros aspectos adversos al opositor en aras de desvirtuar las demás «hipótesis derivadas de la renuencia en cuestión, y generar nuevos indicios graves y convergentes que concurran a indicar un mismo hecho», lo que no aconteció, por lo que al desatender esa carga el resultado les es desfavorable.

En cuanto a las excepciones de mérito se declaran infundadas porque el interés de los reclamantes surge con la muerte de su padre Luis Alberto Peña cuando nació para ellos el derecho a heredarlo; la caducidad se propuso como previa y se declaró no probada porque accionaron dentro de los términos establecidos en el artículo 248 del Código Civil, como lo confirmó el superior; el plazo para impugnar es de caducidad, mas no de prescripción, y en el ordenamiento jurídico esta última figura como medio de extinguir acciones no es tácita, sino expresa; y en relación con la inaplicabilidad de dicho precepto que contiene un lapso diferente al establecido en los artículos 217 y siguientes ibídem, obedece a meros caprichos del legislador, que no afectan el derecho de defensa de los hijos extramatrimoniales.

LA APELACIÓN

Aunque al expedirse la Ley 721 de 2001 se discutió si regía para las impugnaciones de reconocimiento, con el transcurso del tiempo la jurisprudencia, al interpretar su espíritu, reconoció que en el artículo 1° se refirió a todos los procesos para establecer paternidad o maternidad sin descontar los casos de «pretensión de reclamación», de donde el medio idóneo para establecer la imposibilidad de que Peña Cañola procreara a Juan Camilo no podía ser otro que la prueba científica.

La deslealtad de la contraparte al evitar la toma de la muestra de sangre sólo se explica en el conocimiento de madre e hijo de que la paternidad biológica no corresponde a Luis Alberto Peña Cañola, impidiendo así que brille la verdad. Aceptar los argumentos exculpatorios sería dejar a criterio de aquella la verdadera filiación del hijo, por lo que debe aplicarse íntegramente la Ley 721 de 2001 en cuanto a las consecuencias de su negligencia.

En aras de la buena fe y la lealtad procesal obliga requerir la práctica del examen, con la advertencia de que los opugnadores acogen el resultado que arroje de favorecer a Juan Camilo, pero, de serle adverso o persistir en contumacia, se impone la revocatoria del fallo de primer grado para acceder a lo solicitado.

Frente al incumplimiento de la carga de la prueba se olvida que de nada serviría comprobar las relaciones sexuales de la madre con una pluralidad de personas o conductas indiferentes de Luis Alberto Peña, cuando la pregonada «imposibilidad absoluta de quien aparece como padre» solo se descartaría con el examen de genética.

CONSIDERACIONES

La relación procesal se ha constituido en legal forma, sin que se observen vicios en la actuación o algún impedimento para decidir de fondo. Como la alzada es provocada por los accionantes se tendrán en cuenta las limitaciones del artículo 357 del Código de Procedimiento Civil, sin que haya lugar a «enmendar la providencia en la parte que no fue objeto del recurso», quedando relevada la Sala de pronunciarse sobre las excepciones de fondo que fueron desestimadas, salvo que sea «indispensable hacer modificaciones sobre puntos íntimamente relacionados» con la decisión.

Gustavo Alberto, Luís Fernando y Mario León Peña Aristizábal pidieron declarar sin valor el reconocimiento que hizo en vida Luis Alberto Peña Cañola, de ser el padre de Juan Camilo Peña Cartagena, pero esa aspiración fue denegada en la sentencia de primer grado por la ausencia de elementos de convicción que respaldaran el motivo expuesto, porque la sola renuencia al análisis de ADN no es suficiente para acceder a los pedimentos.

En respuesta a eso los apelantes insisten en que la prueba científica es la única forma de esclarecer si el lazo de sangre con el opositor es cierto, por lo que la obstinación de la contraparte en no practicársela es suficiente para desatar el vínculo legal que los une.

La filiación, entendida como el nexo entre padres e hijos, cobija las relaciones de parentesco de primer grado, ya sea maternas o paternas, producto del matrimonio, vínculos naturales o nexos civiles.

En el marco normativo patrio su determinación o pérdida, en lo que respecta al reconocimiento de los hijos procreados por fuera del matrimonio, ha sufrido el siguiente desarrollo, influenciado por los permanentes cambios sociales y culturales:

En la redacción original del Código Civil sancionado el 26 de mayo de 1873 y que empezó a regir con posterioridad a la expedición de la Ley 157 de 1887, se definió el «[p]arentesco de consanguinidad [como] la relación o conexión que existe entre las personas que descienden de un mismo tronco o raíz, o que están unidas por los vínculos de la sangre», clasificándolo en «legítimo e ilegítimo» (artículos 35 y 36).

A su vez, se fraccionó la categoría de hijos «ilegítimos» en «naturales», esto es, los nacidos por fuera del matrimonio pero cuyos padres no estaban impedidos para celebrarlo y eran reconocidos por escritura o testamento, y los de dañado y punible ayuntamiento, que comprendía a los «adulterinos y los incestuosos», cuyos ascendientes estaban impedidos para celebrar esa unión solemne y, también, eran conocidos como «espurios» (artículos 52 y 58).

Por si fuera poco, se diferenciaban también el «hijo puramente alimentario» y el «simplemente ilegítimo», dependiendo del reconocimiento o no que se le diera al «espurio» para efectos de sustento (artículos 56 y 57).

Esa codificación se complementó con la Ley 153 de 1887, que en sus artículos 54 a 57 reguló lo concerniente al reconocimiento libre y espontáneo de los «hijos nacidos fuera de matrimonio, no siendo de dañado ayuntamiento», por instrumento público o acto testamentario, que debía ser notificado al «hijo» para su aceptación o repudio, y sin que el padre o madre que lo hiciera estuviera obligado a «expresar la persona en quien hubo el hijo natural».

Igualmente se contempló la posibilidad de que «toda persona que pruebe tener interés actual en ello» impugnara ese acto, de comprobar que «el legitimado no ha podido tener por padre al legitimante»; que entre los ciento ochenta (180) y los trescientos (300) días que precedían el inicio del alumbramiento alguno de los padres estaba casado; que la concepción se dio en «dañado ayuntamiento, calificado de tal por sentencia ejecutoriada»; o que no se cumplieron las formalidades de rigor al hacerlo (artículo 58).

Con la expedición de la Ley 45 de 1936, sobre «filiación natural» se dio el primer paso para eliminar las odiosas discriminaciones frente a la descendencia «ilegítima» al derogar las normas del Código Civil que la diferenciaban, para definir únicamente como «hijo natural» el nacido de padres que al tiempo de la concepción no estaban casados entre sí (artículo 1).

Adicionalmente, estableció la irrevocabilidad del «reconocimiento de hijos naturales», que podía hacerse firmando el acta de nacimiento, por escritura pública, por testamento y con la manifestación expresa y directa hecha ante un juez, aunque no fuera el objeto único y principal de ese acto (artículo 2).

Consagró la imposibilidad de que fuera «reconocido como natural» el «hijo concebido por mujer casada», salvo que fuera desconocido por el marido y previa declaración judicial de que no era suyo (artículo 3).

Así mismo, facultó a la «mujer que ha cuidado de la crianza de un niño, que públicamente ha proveído de su subsistencia y lo ha presentado como hijo suyo» para impugnar el reconocimiento dentro de los sesenta (60) días siguientes a que tuviera noticia del hecho (artículo 9).

No obstante los anteriores avances, en el inciso segundo del artículo 2° se consagró que si «el padre o la madre que haga el reconocimiento por acto separado, revela el nombre de la persona con quien fue habido el hijo, el funcionario ante quien se haga esta declaración omitirá en el acta o diligencia las palabras que la contengan».

La Ley 75 de 1968 creó el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar e introdujo cambios sobre filiación, para garantizar los derechos de los hijos nacidos por fuera del matrimonio.

Modificó, entre otros, los referidos artículos 2, 3 y 9 de la Ley 45 de 1936, fijando un procedimiento expedito para obtener el reconocimiento voluntario, ante el funcionario del estado civil, por quien fuera señalado como padre de «un hijo natural» o el impulso del correspondiente proceso de investigación de paternidad en caso de renuencia del requerido, la imposibilidad de localizarlo o de desconocerse su nombre.

También amplió los eventos en que el «hijo concebido por mujer casada» podía ser «reconocido como natural», fuera de aquel que en sentencia se declaraba como no hijo del marido, al «concebido durante el divorcio o la separación legal de los cónyuges» o si el esposo lo desconocía dentro de los sesenta (60) días siguientes al enteramiento del parto, probando la «imposibilidad física de tener acceso a la mujer» en la época de la concepción, esto es, entre los ciento ochenta (180) y los trescientos (300) días que precedían el inicio del alumbramiento, previa aceptación de la madre y aprobación de un juez (artículo 3).

Reiteró la necesidad de notificación y aceptación del «reconocimiento» para que surgieran derechos en quien lo hacía (artículo 4).

En cuanto a la posibilidad de impugnar el reconocimiento se confirió a «las personas, en los términos y por las causas indicadas en los artículos 248 y 335 del Código Civil» (artículo 5), que para la época correspondía a «los que prueben un interés actual en ello (...) en los trescientos días subsiguientes a la fecha en que tuvieron interés actual y pudieron hacer valer su derecho» y los «ascendientes legítimos del padre o madre (...) en sesenta días, contados desde que tuvieron conocimiento» de tal proceder.

Y en lo que se refiere a la implementación de pruebas científicas en los trámites relacionados con la filiación, en el artículo 7, se contempló por primera vez que

[e]n todos los juicios de investigación de la paternidad o la maternidad, el juez a solicitud de parte o, cuando fuere el caso, por su propia iniciativa, decretará los exámenes personales del hijo y sus ascendientes y de terceros, que aparezcan indispensables para reconocer pericialmente las características heredo-biológicas paralelas entre el hijo y su presunto padre o madre, y ordenará peritación antropo-heredo-biológica, con análisis de los grupos sanguíneos, los caracteres patológicos, morfológicos, fisiológicos e intelectuales transmisibles que valorará según su fundamentación y pertinencia (...) La renuencia de los interesados a la práctica de tales exámenes, será apreciada por el juez como indicio, según las circunstancias.

La Ley 24 de 1974 le otorgó al ejecutivo facultades extraordinarias para igualar los derechos y obligaciones a las mujeres y los varones, dando lugar a la expedición del Decreto 2820 de ese mismo año, que introdujo varias modificaciones al Código Civil en ese sentido.

Fue así como el artículo 250 de esa última compilación, relacionado con que los «hijos legítimos deben respecto y obediencia a su padre y su madre; pero estarán especialmente sometidos a su padre», en virtud de la reforma que introdujo el artículo 18 del Decreto en cita señaló sin distingos que los «hijos deben respeto y obediencia a sus padres».

Ya con la expedición de la Ley 29 de 1982, en su artículo 18, se le adicionó un segundo inciso al artículo 250 del Código Civil reformado, en el sentido de que los «hijos son legítimos, extramatrimoniales y adoptivos y tendrán iguales derechos y obligaciones».

A pesar de que la esencia de esta ley era equiparar los «derechos herenciales» de todos ellos, ese simple agregado eliminó de un tajo el trato diferencial que hasta ese momento recibían, dependiendo de si eran producto del matrimonio o por fuera de éste

La Constitución Política de 1991, consagró como fundamental que «[t]oda persona tiene derecho al reconocimiento de su personalidad jurídica» (artículo 14), siendo uno de sus atributos precisamente la filiación.

A su vez recalcó que es deber del Estado y la sociedad garantizar la «protección integral de la familia», ya fuera por «vínculos naturales o jurídicos», sobre la base de «igualdad de derechos y deberes de la pareja y en el respeto recíproco entre todos sus integrantes», insistiendo en que los «hijos habidos en el matrimonio o fuera de él, adoptados o procreados naturalmente o con asistencia científica, tienen iguales derechos y deberes» (artículo 42).

La conjunción de ambos preceptos sirvió de base para replantear los alcances de la legislación existente sobre el tema, dando prioridad a la verdadera presencia de nexos entre los asociados frente a las meras apariencias, que en algunos casos constituían la vulneración de principios de rango superior.

Fue así como la Corte Constitucional los tuvo en cuenta en los pronunciamientos de exequibilidad de las normas preexistentes a 1991, que se relacionan a continuación:

  1. C-105-94, donde se declararon inexequibles las expresiones «legítimos» y «legítima» que aparecían en varios artículos del Código Civil, entre ellos el 222, 244 y 249, relacionados con la «filiación», partiendo de la base de la igualdad de todos los hijos contemplada en la Ley 29 de 1982 y «ratificada por el inciso sexto del artículo 42 de la Constitución», como culminación de un proceso «comenzado en 1936, con la ley 45 de ese año».
  2. En la providencia se precisó que no hay duda de la igualdad de derechos y obligaciones en las relaciones entre padres e hijos, sin distingos, lo que se transmite de generación en generación, ya que «no termina en ellos: continúa en sus descendientes, sean éstos, a su vez, legítimos, extramatrimoniales o adoptivos», siendo contrarias a la Constitución las normas «que establecen trato discriminatorio en contra de alguna clase de descendientes o ascendientes».

  3. C-109-95 que declaró exequible el artículo 3 de la Ley 75 de 1968, en el aparte que confirió al hijo la posibilidad de impugnar «contra su legitimidad presunta cuando su nacimiento se haya verificado después del décimo mes siguiente al día en que el marido o la madre abandonaron definitivamente el hogar conyugal», bajo el entendido de que
  4. (...) en virtud del derecho que toda persona tiene de reclamar su verdadera filiación y del principio de igualdad de derechos dentro de las relaciones familiares, consagrados en la Constitución, el hijo de mujer casada cuenta otras (sic) posibilidades para impugnar la presunción de paternidad, así: de un lado, si el hijo acumula la impugnación de paternidad con una acción de reclamación de paternidad, deberá darse aplicación preferente al artículo 406 del C.C; de otro lado, en todos los casos, el hijo contará con las causales previstas para el marido en los artículos 214 y 215 del Código Civil y en el artículo 5 de la Ley 95 de 1890.

    Se reiteró de esa manera la abolición de cualquier trato discriminatorio entre los interesados en establecer cuál es el verdadero vínculo de parentesco de primer grado que los une, ya que se le hicieron extensivos al «hijo» los motivos de impugnación de legitimidad reconocidos por la ley al «marido».

    Lo más relevante del fallo fue que, luego de constatar que la «Carta no establece, de manera expresa, ningún derecho de la persona a incoar acciones judiciales para establecer una filiación legal que corresponda a la filiación real», pasó a centrar su estudio en la existencia de un derecho innominado, en los términos del artículo 94 de la Constitución, «y en particular del derecho al reconocimiento de la personalidad jurídica».

    Fue así como concluyó que la filiación es uno de sus atributos, por estar indisolublemente ligada al estado civil de la persona, como ya lo había reconocido en decisión T-090-95, y «por ende es un derecho constitucional deducido del derecho de todo ser humano al reconocimiento de su personalidad jurídica» de que trata el artículo 14 ibídem, relacionado a su vez con otras garantías del mismo orden, como la dignidad humana y el libre desarrollo de la personalidad (artículos 1° y 16 id), recalcando que

    (...) la filiación legal, como atributo de la personalidad, no puede ser un elemento puramente formal, sino que tiene que tener un sustento en la realidad fáctica de las relaciones humanas a fin de que se respete la igual dignidad de todos los seres humanos y su derecho a estructurar y desarrollar de manera autónoma su personalidad.

    A pesar de que se encontró una justificación a la dicotomía entre padre e hijo para impugnar la legitimidad, tomando en consideración la época de expedición de la regulación cuando prevalecían las relaciones matrimoniales sobre las demás y no existían medios especializados en el campo de la medicina para facilitar cualquier discusión sobre filiación, observó que

    (...) la situación hoy en día es otra. De un lado, a nivel social y jurídico los hijos extramatrimoniales no están sujetos a las discriminaciones de antaño, en donde incluso, en determinadas épocas, se los llegó a llamar "de dañado y punible ayuntamiento". De otro lado, gracias a los avances de la genética, la ciencia ha desarrollado toda una serie de pruebas técnicas que permiten establecer, con un alto grado de seguridad, las relaciones de filiación. Así, la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia ha aceptado, con el fin de determinar la paternidad, la prueba basada en el sistema H.L.A., la cual, según algunos autores, tiene una certeza superior al 97% (Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil; Sentencia del 16 de julio de 1981, citada por Hernán Gómez Piedrahita. Derecho de Familia. Bogotá: Temis, 1992, pp 282 y ss) ... Esto tiene consecuencias en términos políticos y jurídico-constitucionales. Así, todo indica que la actual regulación legal en materia de impugnación de la paternidad por el hijo extramatrimonial ha sido, en gran medida, superada por los desarrollos tecnológicos y sociales, por lo cual puede ser conveniente que el Congreso de la República adecúe el sistema normativo a la realidad científica que el mundo moderno plantea (...) Más importante aún, la Corte Constitucional encuentra que la actual regulación no es compatible con la Constitución puesto que desconoce principios y derechos constitucionales. De un lado, esta regulación viola el núcleo esencial del derecho del hijo a reclamar su verdadera filiación, puesto que la causal no cubre todas las hipótesis razonables en las cuales sería constitucionalmente legítimo que el hijo pudiera acudir a los tribunales a impugnar la presunción de paternidad.

    De frente al estado de cosas, donde impera la «igualdad en dignidad y derechos de los integrantes del núcleo familiar, tal y como se desprende de los artículos 13 y 42 de la Carta», tanto al padre como al hijo se les debe dar el mismo trato por tener idéntico propósito, así estén situados en diferentes extremos de la relación.

    Así lo entendió esa Corte para formular una «sentencia integradora», confiriendo primacía al artículo 406 del Código Civil, aplicable a los casos en que se acumularan acciones de impugnación e investigación de paternidad, conforme a la nueva dimensión que le dispensó la Constitución de 1991, además de extender al hijo todos los motivos de impugnación de paternidad que le confieren al marido los artículos 214 y 215 del Código Civil y 5 de la Ley 95 de 1890.

  5. C-595-96 que declaró exequibles los artículos 38 y 47 del Código Civil, referentes al parentesco y afinidad legítimos, e inexequibles el 39 y 48 ibidem, que trataban la consanguinidad y afinidad «ilegítima», con la salvedad de que «no implica la desaparición de la afinidad extramatrimonial, es decir, la originada en la unión permanente a que se refieren los artículos 126 y 179 de la Constitución, entre otros».
  6. Se motivó esa resolución en que conforme al artículo 42 de la Constitución se puede hablar de «familia legítima para referirse a la originada en el matrimonio, en el vínculo jurídico; y de familia natural para referirse a la que se establece solamente por vínculos naturales», sin que conlleve discriminación, porque es el mero reconocimiento de la diversidad de origen de la «familia», pero sin que existan dudas sobre «la igualdad de derechos y obligaciones entre los hijos y sobre cómo esta igualdad comprende a los ascendientes y descendientes».

    A pesar de que con la Ley 29 de 1982 desapareció la «consanguinidad ilegítima», reemplazándola por la «extramatrimonial», se justificó la inexequibilidad de los artículos 39 y 48 del Código Civil, en eliminar cualquier interpretación equivocada del término «ilegítimo» y ratificar «toda la jurisprudencia sobre la imposibilidad de trato discriminatorio por el origen familiar».

  7. C-800-00 en el cual se encontró ajustado al ordenamiento el artículo 217 del Código Civil, que consagraba el término para que el marido reclamara contra la legitimidad del hijo concebido por su mujer dentro del matrimonio, «en el entendido de que la palabra "legitimidad", debe interpretarse y aplicarse como referida a la paternidad del marido».
  8. Esto porque al tratarse de filiación la expresión «legitimidad» en contraposición a la de «ilegítima», dependiendo de si deriva o no de matrimonio, es contraria a los nuevos valores superiores, sin que pueda catalogarse «en forma alguna a las personas por su origen familiar», por lo que la posibilidad que le asiste al esposo no es atacar la «legitimidad» sino la «paternidad del hijo nacido dentro del matrimonio».

  9. C-243-01 declarando exequible en el inciso 3º del numeral 4º del artículo 6º de la Ley 75 de 1968, relacionado con los eventos en que procede la filiación extramatrimonial, la expresión «no se hará la declaración si el demandado demuestra..., que en la misma época la madre tuvo relaciones de la misma índole con otro u otros hombres», retomando los anteriores argumentos.
  10. En sentir de la Corte Constitucional el derecho de toda persona al reconocimiento de su personalidad jurídica, comprende «todos los atributos que se predican de la personalidad humana, como lo son el nombre, el estado civil, la capacidad, el domicilio, la nacionalidad y el patrimonio», el segundo de los cuales depende del reconocimiento de la verdadera filiación de una persona, por lo que cualquier norma que obstruya su reconocimiento, vulnerara un precepto superior.

    Y es que el «fundamento axiológico del reconocimiento de la personalidad jurídica y de la filiación, se encuentra en la prevalencia de la dignidad humana como valor superior que el Estado debe proteger y asegurar», pues, todo ser humano tiene derecho «a ser reconocido como miembro de la sociedad, y especialmente de la sociedad primigenia que se constituye en la familia».

    En cuanto al aparte analizado, que contempla la exceptio in plurium constupratorum como forma de desvirtuar la presunción de «paternidad natural», estaba plenamente justificada para cuando se expidió la ley, puesto que la duda por la multiplicidad de relaciones sexuales de la madre con distintos hombres para la época de la concepción, no se despejaba con los alcances científicos de ese entonces.

    Aunque con los logros actuales la única prueba válida «debe ser la pericial genética» que conduce a establecer la verdad real de manera frontal, máxime cuando recae «directamente sobre el hecho de la paternidad y no sobre las relaciones sexuales que dan lugar a ella, [lo que] permite establecer la filiación de una persona en aquellos casos en que la concepción no procede de aquellas relaciones, sino de otros métodos modernos para lograrla», lo cierto es que la expresión demandada «no resulta inconstitucional, si ella es interpretada sistemáticamente con el artículo 7° siguiente, el cual a su vez, debe ser leído dentro del contexto de una hermenéutica histórico-evolutiva».

    Es así como la prueba indirecta de filiación y exclusión de la misma, señalada en el artículo 6°, sólo cobra relevancia frente a la imposibilidad de realizar las pruebas «de tipo genético» que dan una certeza casi absoluta del nexo y serían obligatorias de haberlas conocido en su momento el legislador.

    Con posterioridad, para armonizar con el actual estado de la situación filial, por medio de la Ley 721 de 2001 se modificaron algunos artículos de la Ley 75 de 1968, tomando como primera medida que la prueba científica exigida en ella debe ordenarse en «todos los procesos para establecer paternidad o maternidad», para verificar si existe o no una probabilidad superior al 99.9%, aplicando la «técnica del DNA (...) mientras los desarrollos científicos no ofrezcan mejores posibilidades» (artículo 1).

    Ese medio de convicción se tornó imprescindible para todos los asuntos relacionados con el esclarecimiento de la «filiación». Sin embargo, ante la imposibilidad de obtenerlo, se fijó como parámetro para emitir el fallo correspondiente, acudir «a las pruebas testimoniales, documentales y demás medios probatorios» (artículo 3).

    Ya en lo que se refiere al trámite preferente de filiación relacionado con los menores, se exigió al juzgador agotar todos los mecanismos a su alcance para evacuar el examen, en caso de renuencia de los interesados, pero con la advertencia de que el «juez del conocimiento de oficio y sin más trámites mediante sentencia procederá a declarar la paternidad o maternidad que se le imputa», si agotados todos los mecanismos se entrababa su práctica (artículo 8).

    Si bien ese era el orden de las cosas para cuando se promovió esta acción el 1° de agosto de 2002, lo cierto es que con posterioridad se modificaron algunas normas y se profirieron nuevos fallos de constitucionalidad sobre el tema, que se traen a colación por su trascendencia, así:

  11. Las sentencias C-807 y C-808 de 2002, así como C-476-05, se pronunciaron sobre la Ley 721 de 2001. En la primera se declaró inexequible «la expresión "en caso de no asumirlo no se decretará la prueba", del inciso segundo del artículo 4º» y la constitucionalidad del mismo por los restantes ataques. En las otras dos, se encontraron conformes con la Carta Política algunos apartes de los artículos 3, 4, 6 y 8 de dicha ley.
  12. Todas las decisiones giraron en torno a la prueba de ADN, su desarrollo técnico científico y la «importancia e incidencia en los procesos de filiación», por su naturaleza dual «ya que de un lado, da lugar a la identificación individual y por el otro aporta la información de filiación que identifica de manera inequívoca la relación de un individuo con un grupo con quien tiene una relación directa».

    En la C-807-02 se resaltó que

    [l]a finalidad del Estado al imponer la prueba del ADN como obligatoria y única en los procesos de filiación, no es otra distinta a su interés de llegar a la verdad, de establecer quién es el verdadero padre o madre, a través de esta prueba por estar demostrado científicamente que su grado de certeza es del 99.99%. Pues, si bien en un comienzo y años atrás esta prueba tenía un alto grado de certeza para excluir la filiación, hoy por hoy, dado el avance o desarrollo científico y tecnológico de dicha prueba, esta ha alcanzado el máximo grado de certeza ya no en el sentido de excluir al presunto padre o madre, sino en sentido positivo, por inclusión o determinante e identificador del verdadero padre o madre. También el legislador busca a través de su obligatoriedad la efectividad de los derechos del niño y de cualquier persona a conocer su origen, a saber quién es su verdadero progenitor y por ende a definir su estado civil, posición en la familia, a tener un nombre y en suma a tener una personalidad jurídica.

    Ya en la C-808-02, luego de acoger los anteriores planteamientos y al referirse a los poderes de los funcionarios para obtener ese medio demostrativo, concluyó que

    [l]os mecanismos que debe utilizar el juez para hacer comparecer al demandado renuente a la práctica [de] la prueba de ADN se encuentran consignados dentro de los poderes generales del juez en el art. 39 del C. de P. C., aplicables a cualquier proceso civil incluido el de filiación o investigación de la maternidad o paternidad, de tal manera que el legislador no tiene por qué repetir para cada tipo de juicio o proceso la normatividad general del ordenamiento procesal civil, pues de suyo se entienden aplicables a cada proceso. Por lo tanto, con dicha "omisión" no se vulnera el derecho al debido proceso, pues no se entiende cuál garantía podría resultar afectada cuando el mismo estatuto procesal tiene establecidos los mecanismos idóneos para combatir la contumacia. De suerte que del conglomerado de poderes y deberes del juez devienen facultades para lograr que los particulares se sometan a la administración de justicia con la observancia de los trámites y procedimientos propios de cada proceso, a efectos de impartir justicia haciendo efectivos los derechos mediante la aplicación de las normas procesales y sustanciales (...) Ahora bien, de conformidad con lo preceptuado en el artículo 29 superior las garantías, derechos y principios que comprende el derecho al debido proceso, son: a) Principio de legalidad; b) Principio de favorabilidad; c) Presunción de inocencia; d) Derecho de defensa; e) Principio de celeridad; f) Principio de contradicción; g) Principio de la doble instancia; h) Principio non bis in idem. Los cuales se encuentran garantizados por el legislador al establecer las formas propias del juicio de filiación, y que por tanto deben hacerse efectivos por el juez durante el desarrollo del proceso.

    Allí mismo se adujo que la posibilidad de que el juez de conocimiento procediera a dictar sentencia declarando la paternidad o maternidad imputada, en caso de trabas en la práctica del examen, en la forma dispuesta por el parágrafo 1° del artículo 8 de la Ley 721 de 2001, debía ser visto en concordancia con el artículo 3°, que manda acudir a los restantes elementos de convicción para resolver, porque

    (...) la renuencia de los interesados a la práctica de la prueba sólo se puede tomar como indicio en contra, pero jamás como prueba suficiente o excluyente para declarar sin más la paternidad o maternidad que se les imputa a ellos. Es decir, acatando el principio de la necesidad de la prueba el juez deberá acopiar todos los medios de convicción posibles, para luego sí, en la hipótesis del parágrafo 1º, tomar la decisión que corresponda reconociendo el mérito probatorio de cada medio en particular, y de todos en conjunto, en la esfera del principio de la unidad de la prueba, conforme al cual: "(...) el conjunto probatorio del juicio forma una unidad, y que, como tal, debe ser examinado y apreciado por el juez, para confrontar las diversas pruebas, puntualizar su concordancia o discordancia y concluir sobre el convencimiento que de ellas globalmente se forme" (...) Cabe agregar que en un tema tan importante, como el que ahora nos ocupa, la insularidad probatoria resulta manifiestamente contraria a los propósitos constitucionales que conciernen al niño y a la familia, donde, lo que se trata de alcanzar es precisamente la certeza sobre quiénes son los reales padres del menor, en orden a salvaguardar sus derechos fundamentales en lo tocante al nombre, a tener una familia y al reconocimiento de su personalidad jurídica; con la subsiguiente protección de los derechos que de allí se deriven tales como la capacidad de goce, el estado civil, el domicilio, el patrimonio, etc. En suma, lejos de intentar hallar "un padre a palos", al tenor del parágrafo impugnado debe propiciarse un campo probatorio que honre tanto los derechos del niño como el debido proceso. Tal es, pues, la inteligencia con que se debe apreciar y aplicar el parágrafo 1º del artículo 8 de la ley 721 de 2001.

    Por su parte la C-476-05 añadió que con el artículo 3° de la Ley 721 de 2001 no se estableció «una prueba única para decidir los procesos de investigación de la paternidad o la maternidad», como si se hubiera retornado a la tarifa legal en materia probatoria, porque el legislador dejó abierta «la posibilidad del error y respeta, de entrada, la autonomía judicial para la valoración de la prueba», además de que contempló la posibilidad de abandonar la técnica del DNA en caso de presentarse avances que dieran lugar a su remplazo.

    Fuera de que «los marcadores genéticos en el examen del DNA, así como pueden ser indicativos de un índice de probabilidad de la paternidad o la maternidad superior al 99.9%, sirven igualmente para descartar por completo la relación paterno-filial o materno-filial cuando son negativos».

    En conclusión, «mientras la situación no varíe hasta tal punto que la información de la prueba de ADN sea inequívoca y ofrezca certeza absoluta, puede recurrirse a otras pruebas para formar la convicción del juzgador», amén de que independiente del resultado del análisis de laboratorio, el mismo debe ser sometido a las reglas de publicidad y contradicción exigidas para su debida incorporación al pleito.

  13. Por medio de la C-310-04 se declaró inexequible «la expresión "trescientos días" contenida en el inciso 2 del numeral 2 del artículo 248 del Código Civil», correspondiente al término que tenían quienes contaban con un «interés actual» para impugnar la legitimación de los hijos extramatrimoniales, desde el nacimiento de su derecho.
  14. Se sustentó la decisión en que la diferencia de plazos que contemplaba la norma, entre sesenta (60) días para los ascendientes del legitimado y trescientos días (300) para los terceros interesados, no tiene justificación porque «los criterios de examen de constitucionalidad deben ser estrictos, y deben conducir a rechazar de plano tratamientos diferenciales», sin que se den «criterios de diferenciación constitucionalmente válidos», quedando todos con el lapso inferior para accionar.

    Determinación que repercutió en las impugnaciones de reconocimiento, pues, como ya se anotó, de conformidad con el artículo 5° de la Ley 75 de 1968, las mismas sólo pueden hacerse «en los términos y por las causas indicadas en los artículos 248 y 236 del Código Civil».

  15. Con el propósito de actualizar las normas que regulan la impugnación de la paternidad y maternidad, se expidió la Ley 1060 de 2006.
  16. Para el efecto se extendió la presunción de paternidad de los artículos 213 y 214 del Código Civil, de los hijos nacidos en matrimonio, a los concebidos durante la unión marital de hecho, confiriendo al compañero permanente o al cónyuge la posibilidad de demostrar, por cualquier medio, que no es el padre y la de desvirtuar esa presunción «mediante prueba científica». Derogó, así mismo el artículo 215 ibidem, sobre el adulterio de la mujer como causal autónoma con tal fin (artículos 1, 2 y 3).

    Unificó en 140 días el plazo para impugnar la paternidad en la forma contemplada en los artículos 216, 219, 222 y 248 del Código Civil, tanto para el presunto padre y la madre, contados desde que tuvieron conocimiento de que no lo son; como de los herederos y ascendientes de aquellos, con posterioridad a su fallecimiento; y «los que prueben un interés actual en ello, y los ascendientes de quienes se creen con derechos (...) desde que tuvieron conocimiento de la paternidad» (artículos 4, 7, 8 y 11).

    Esa reforma al artículo 248 del Código Civil, por las razones ya indicadas, incide en las impugnaciones de reconocimiento, al concordarla con el artículo 5° de la Ley 75 de 1968.

  17. En la sentencia C-122-08, que declaró exequible la expresión «mediante prueba científica» del numeral 2 del artículo 2 de la Ley 1060 de 2006, se recalcó que
  18. [l]a prueba científica que obra dentro de un proceso de impugnación de la paternidad constituye, sin duda alguna, un elemento fundamental para la decisión que le corresponde tomar al juez. Sin embargo, dado que la prueba de ADN no aporta un resultado irrefutable, el juez puede apreciar dicha prueba científica con otras pruebas que integran el acerbo probatorio, con el fin de poder llegar a la decisión que le parezca la más ajustada a la normatividad y al expediente visto en su conjunto. Cabe resaltar que en la norma acusada no se exige que el juez se atenga únicamente a lo probado de manera científica. La remisión a la Ley 721 de 2001 ha de entenderse al texto de la misma, interpretado en los términos fijados por la Corte Constitucional en las sentencias respectivas, en especial en la sentencia C-476 de 2005.

  19. La Ley 1395 de 2010 derogó los «incisos 1° y 2° y el parágrafo 3° del artículo 8° de la Ley 721 de 2001», relacionados con aspectos procesales de los trámites de filiación, entre ellos, la advertencia al demandado de los efectos adversos por la renuencia en la práctica de la prueba científica, la toma de decisión una vez en firme el resultado del examen y los términos para definir si existían situaciones complementarias (artículo 44).
  20. A su vez modificó el artículo 397 del Código de Procedimiento Civil para precisar que, entre otros, los asuntos «que no versen sobre derechos patrimoniales, se sujetarán al procedimiento del proceso verbal de mayor y menor cuantía», como una forma de unificar trámites.

  21. Por último, con la expedición del Código General del Proceso, Ley 1564 de 2012, se derogan los artículos 11, 14 y 16 a 18 de la Ley 75 de 1968, así como 7 y 8 de la Ley 721 de 2001, a partir de su entrada en vigencia en forma.

En su remplazo el nuevo estatuto, en el artículo 386, precisa las reglas especiales a seguir «en todos los procesos de investigación e impugnación», consistentes en que

1. La demanda deberá contener todos los hechos, causales y petición de pruebas, en la forma y términos previstos en el artículo 82 de este Código.

2. Cualquiera que sea la causal alegada, en el auto admisorio de la demanda el juez ordenará aún de oficio, la práctica de una prueba con marcadores genéticos de ADN o la que corresponda con los desarrollos científicos y advertirá a la parte demandada que su renuencia a la práctica de la prueba hará presumir cierta la paternidad, maternidad o impugnación alegada. La prueba deberá practicarse antes de la audiencia inicial.

De la prueba científica se correrá traslado por tres (3) días, término dentro del cual se podrá solicitar la aclaración, complementación o la práctica de un nuevo dictamen, a costa del interesado, mediante solicitud debidamente motivada. Si se pide un nuevo dictamen deberán precisarse los errores que se estiman presentes en el primer dictamen.

Las disposiciones especiales de este artículo sobre la prueba científica prevalecerán sobre las normas generales de presentación y contradicción de la prueba pericial contenidas en la parte general de este código.

El juez ordenará a las partes para que presten toda la colaboración necesaria en la toma de muestras.

3. No será necesaria la práctica de la prueba científica cuando el demandado no se oponga a las pretensiones, sin perjuicio de que el juez pueda decretar pruebas en el caso de impugnación de la filiación de menores.

4. Se dictará sentencia de plano acogiendo las pretensiones de la demanda en los siguientes casos:

a) Cuando el demandado no se oponga a las pretensiones en el término legal, sin perjuicio de 1o previsto en el numeral 3.

b) Si practicada la prueba genética su resultado es favorable al demandante y la parte demandada no solicita la práctica de un nuevo dictamen oportunamente y en la forma prevista en este artículo.

5. En el proceso de investigación de la paternidad, podrán decretarse alimentos provisionales desde la admisión de la demanda, siempre que el juez encuentre que la demanda tiene un fundamento razonable o desde el momento en que se presente un dictamen de inclusión de la paternidad. Así mismo podrá suspenderlos desde que exista fundamento razonable de exclusión de la paternidad.

6. Cuando además de la filiación el juez tenga que tomar medidas sobre visitas, custodia, alimentos, patria potestad y guarda, en el mismo proceso podrá, una vez agotado el trámite previsto en el inciso segundo del numeral segundo de este artículo, decretar las pruebas pedidas en la demanda o las que de oficio considere necesarias, para practicarlas en audiencia.

7. En lo pertinente, para la práctica de la prueba científica y para las declaraciones consecuenciales, se tendrán en cuenta las disposiciones de la Ley 721 de 2001 y las normas que la adicionen o sustituyan.

Ese precepto, no es más que la unificación de aspectos relacionados con la determinación de la filiación; en él se acoge la evolución legislativa y los criterios vigentes sobre la materia. Se contempla la posibilidad de pedir pruebas; se impone como obligatorio un examen científico susceptible de contradicción, cuya obstrucción conlleva efectos adversos para el renuente. También equipara las posiciones de quienes, ya sea por vía de investigación o de impugnación, buscan establecer los verdaderos nexos de sangre que los unen con sus adversarios. De igual manera se señala que un resultado de la prueba genética favorable al accionante, sin objeciones, conduce a una sentencia estimatoria de plano.

Con el anterior recuento se evidencia lo relevante del tema y su constante evolución, que parte de una concepción segregacionista en sus inicios hasta llegar al enfoque incluyente de la actualidad, que responde a los principios constitucionales de respeto de la dignidad humana, la afirmación sin discriminación de la primacía de los derechos inalienables, la protección de la familia como institución básica de la sociedad, el reconocimiento de la personalidad jurídica de toda persona, la igualdad y el debido proceso.

El artículo 95 de la Constitución Política consagra los deberes y obligaciones de todo ciudadano; recalca que el ejercicio de los derechos y las libertades que allí se reconocen «implica responsabilidades», fuera de que toda persona está obligada a cumplir tanto esa compilación superior como la ley.

Y al enunciar los compromisos adquiridos frente a los demás integrantes de la comunidad, por el mero hecho de hacer parte de ella, se relacionan dos que trascienden en el campo de las cargas contributivas para una adecuada función judicial, como son:

1. Respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios;

(...)

7. Colaborar para el buen funcionamiento de la administración de la justicia;

De ahí que los derechos individuales no son absolutos y tienen una cortapisa cuando con la exigencia de su reconocimiento se busca afectar los intereses legítimos de los demás asociados, puesto que debe existir una equivalencia entre todos como manifestación del principio superior de igualdad de que trata el artículo 13 ibídem.

Por esto la autodeterminación, el libre desarrollo de la personalidad y la intimidad, a pesar de ser garantías de orden superior, no pueden convertirse en medios para obstruir el cumplimiento de un propósito tan noble como el que inspira el desempeño de la labor de administrar justicia, debiéndose en cada caso particular sopesar los alcances cuando con amparo en ellos y de manera arbitraria se busca una incidencia negativa para los restantes intervinientes dentro de un conflicto sometido a definición por las autoridades.

Este tema no ha sido ajeno a la Corporación ya que en relación con el abuso del derecho como constitutivo de responsabilidad se señaló en SC 1° nov. 2013, rad. 1994-26630-01, que no se trata

(...) de restringir el legítimo ejercicio de los derechos sino, lo que es bien distinto, de comprometer la responsabilidad de las personas que, al pretender hacer efectivas las prerrogativas con que cuentan, superan, de una u otra forma, el marco de legalidad de las mismas. Por consiguiente, hay que destacarlo, no es el "uso" o ejercicio de los derechos el percutor de la mencionada responsabilidad, sino el "abuso" de los mismos, el que da lugar al surgimiento del referido deber de reparación.

Y en el mismo pronunciamiento frente al abuso del derecho de litigar se dijo que

[e]n el ámbito de los derechos subjetivos, singular trascendencia y valía ostenta el de litigar o de acudir a las vías judiciales, en tanto que es a través de su ejercicio, en términos generales, que se materializa la prerrogativa que la Constitución Política y la ley brindan a todas las personas de concurrir ante el órgano jurisdiccional del poder público en procura de obtener la protección debida de sus derechos, cualquiera que ellos sean e independientemente del motivo que provoque la necesidad de su salvaguarda, facultad que resulta fundamental en aras de la armonía, la paz y la seguridad, condiciones de vida de los asociados que en la estructura del Estado Social de Derecho se erigen, por una parte, como algunos de sus fines, según se desprende del inciso 1º del artículo 2º de la Carta de 1991, que prevé como tales, entre varios más, "asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo", y, por otra, como un deber a cargo suyo, en tanto que es obligación de las autoridades "proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias y demás derechos y libertades" (inciso 2º ib.).

Se trata, pues, de un legítimo derecho y, por ende, su utilización, en primer lugar, está comprendida tanto en la garantía general de protección a que acaba de aludirse, como en la especial de acceso a la administración de justicia, instituida en el artículo 229 de la Constitución Política; y, en segundo término, entronca con el derecho al debido proceso que, según el artículo 29 ibídem, se aplica a "toda clase de actuaciones judiciales y administrativas" y obliga a que todo juzgamiento se haga "conforme a [las] leyes prexistentes al acto que se (...) imputa", esté a cargo del "juez o tribunal competente", observe "la plenitud de las formas propias de cada juicio", haga operante, entre otros, los principios de presunción de inocencia y doble instancia, vele por la efectiva defensa del procesado, no sea objeto de "dilaciones injustificadas", asegure el derecho a la prueba y la contradicción de las que se aduzcan e impida que sean tenidos en cuenta los medios de convicción obtenidos ilícitamente.

Empero, como acontece con todos los derechos subjetivos, según ya se indicó, el de acudir a la administración de justicia tampoco es absoluto o irrestricto. La libertad que tienen las personas, por una parte, de acceder a ella y, por otra, de que, consiguientemente, puedan solicitar al Estado el reconocimiento y la protección de sus derechos, no significa que les sea dable acudir al aparato jurisdiccional para hacer efectivas sus prerrogativas cuando proceden con temeridad o mala fe.

Es que el ejercicio del referido derecho está sometido, a su vez, a una serie de deberes que, en lo fundamental, según se desprende del artículo 71 del Código de Procedimiento Civil, se condensan en que las partes y los apoderados que las representen deben "[p]roceder con lealtad y buena fe en todos sus actos" (num. 1º) y deben "[o]brar sin temeridad en sus pretensiones o defensas y en el ejercicio de sus derechos procesales" (num. 2º), disposiciones éstas que resultan complementadas con el artículo 74 de la misma obra, que a la letra reza: "Se considera que ha existido temeridad o mala fe en los siguientes casos: 1º. Cuando es manifiesta la carencia de fundamento legal de la demanda, excepción, recurso, oposición, incidente o trámite especial que haya sustituido éste. 2º. Cuando a sabiendas se aleguen hechos contrarios a la realidad. 3º. Cuando se utilice el proceso, incidente, trámite especial que haya sustituido a éste o recurso, para fines claramente ilegales o con propósitos dolosos o fraudulentos. 4º. Cuando se obstruya la práctica de pruebas. 5º. Cuando por cualquier otro medio se entorpezca reiteradamente el desarrollo normal del proceso".

Indispensable es enfatizar, por lo tanto, de conformidad con lo establecido en el artículo 72 del estatuto procesal civil, que, de manera general y sin perjuicio, claro está, de supuestos particulares, sólo cuando se promueve un proceso o se realiza una actuación judicial con temeridad o mala fe, y así se comprueba, hay lugar a deducir de ese comportamiento responsabilidad civil respecto del gestor de la controversia o del trámite de que se trate, pues se estima que en tales supuestos se abusa del derecho de litigar y dicha forma particular del ilícito civil exige, en esos casos, un criterio de imputación subjetivo especifico, referido, se repite, a la temeridad o mala fe en el obrar.

Incluso en el ámbito constitucional en CC C-258/13 se memoró cómo frente al abuso del derecho

(...) la Corte analizó la figura desde una perspectiva del derecho privado. En la Sentencia T-511 de 1993 (...) señaló que la Constitución Política consagra una manera de equilibrar la ponderación de garantías fundamentales y constitucionales para que no se vean comprometidos derechos de igual, mayor o menor jerarquía. En sus palabras, precisó: "El numeral 1º del artículo citado establece el deber de respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios. La teoría del abuso del derecho, desarrollada en el derecho privado y acogida jurisprudencialmente en Colombia, incorporada al plano constitucional, no sólo se limita a excluir de la protección del ordenamiento jurídico la intención dañina que no reporta provecho alguno para quien ejerce anormalmente sus derechos en perjuicio de un tercero sino que, además, consagra una fórmula de "equilibrio" en materia de ponderación de los derechos constitucionales, de manera que su ejercicio no comprometa derechos de igual o mayor jerarquía. En otros términos, en el artículo 95 de la Carta Política subyace un principio fundamental del ordenamiento jurídico que hace imperioso el ejercicio razonable de los derechos constitucionales".

Esta Corporación también adujo que uno de los fines esenciales del Estado Social de Derecho es "asegurar la convivencia, la igualdad y la libertad dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, social y económico justo", lo cual no se puede lograr sin que los particulares participen activamente, teniendo en cuenta que son los responsables de violar la Constitución y las leyes, y además de abusar de sus derechos. Finalmente, se concluyó que: "(...) el abuso es patente cuando injustificadamente afecta otros derechos y, también, cuando su utilización desborda los límites materiales que el ordenamiento impone a la expansión natural del derecho, independientemente de que se produzca en este caso un daño a terceros (...) El artículo 95 de la CP se refiere exclusivamente a derechos y deberes constitucionales que son la materia a la que se contrae la obra del Constituyente, sin perjuicio de que la interdicción del abuso del derecho sea un principio general del ordenamiento. La norma que ordena "respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios" (num. 1), es un desarrollo concreto de la precedente prescripción que se contiene en la misma disposición: "El ejercicio de los derechos y libertades reconocidos en esta Constitución implica responsabilidades".

Por otra parte, en la Sentencia T-017 de 1995  señaló lo siguiente: "Insiste la Corte en que el respeto al orden instituido debe estar acompañado del razonable uso de los derechos que se tienen a la luz del sistema jurídico. El abuso del derecho, aunque éste se halle amparado formalmente en una norma jurídica, no legítima la conducta de quien actúa en perjuicio de la colectividad o afectando los derechos ajenos. De allí que el artículo 95 de la Constitución establezca, como primer deber de la persona y del ciudadano, el de respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios".

Luego finalizó concluyendo que "la Corte ha tenido ocasión de referirse a los dos extremos del problema planteado, advirtiendo siempre que todo derecho lleva consigo contraprestaciones y cargas que le quitan su carácter absoluto, tal como se desprende de lo estatuido en el artículo 95 de la Constitución Política, según el cual el ejercicio de los derechos y libertades reconocidos en ella implica responsabilidades, siendo claro que el primer deber de toda persona consiste en "respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios" .

Ahora bien, es innegable la trascendencia que tiene la toma de muestras biológicas en el propósito de determinar la identidad de marcadores genéticos entre los involucrados en pleitos de paternidad, para cuya realización deben estar plenamente dispuestos éstos, pero sin que las dificultades insuperables en su realización pueda constituirse en un obstáculo que impida finiquitar los trámites.

Y es que no puede pasarse por alto que conforme impone el artículo 71 del Código de Procedimiento Civil, modificado por el numeral 27 artículo 1 del Decreto 2282 de 1989, son deberes tanto de las partes como de sus apoderados

1. Proceder con lealtad y buena fe en todos sus actos.

2. Obrar sin temeridad en sus pretensiones o defensas y en el ejercicio de sus derechos procesales.

3. Abstenerse de usar expresiones injuriosas en sus escritos y exposiciones orales, y guardar el debido respeto al juez, a los empleados de éste, a las partes y a los auxiliares de la justicia.

4. Comunicar por escrito cualquier cambio de domicilio o del lugar denunciado para recibir notificaciones personales, en la demanda o en su contestación o en el escrito de excepciones en el proceso ejecutivo, so pena de que éstas se surtan válidamente en el anterior.

5. Concurrir al despacho cuando sean citadas por el juez y acatar sus órdenes en las audiencias y diligencias.

6. Prestar al juez su colaboración para la práctica de pruebas y diligencias, a riesgo de que su renuencia sea apreciada como indicio en contra.

7. Abstenerse de hacer anotaciones marginales o interlineadas, subrayados o dibujos de cualquier clase en el expediente, so pena de incurrir en multa de un salario mínimo mensual.

8. Comunicar a su representado el día y la hora que el juez haya fijado para interrogatorio de parte, careo, reconocimiento de documentos, inspección judicial o exhibición, y darle a conocer de inmediato la renuncia del poder.

De ahí que los incumplimientos por cualquiera de los litigantes de los compromisos comportamentales adquiridos en virtud de la imposición normativa adjetiva y que se convierten en una afrenta de la «buena fe procesal» esperada, fuera de las sanciones pecuniarias que pudiera acarrear también darían lugar a la deducción de indicios contrarios a los intereses del infractor a la luz del artículo 249 del estatuto procesal civil, para lo cual es menester acudir a las reglas de la experiencia y valoración probatorias.

La relevancia del desenvolvimiento durante el litigio no es de poca monta, puesto que la forma como se ejerza o asuma tiene una incidencia directa en el resultado a lograr, ya sea por su idoneidad, en presencia de omisiones que lo tornen en deficiente o al evidenciarse un ánimo de entorpecer que se brinde una justicia idónea en contravía de un adecuado ejercicio del «derecho de defensa», lo que es reprochable tanto frente a la contraparte como al funcionario que cumple una función social.

La doctrina foránea se ha pronunciado sobre el tema para resaltar que

[l]a buena fe procesal constituye una excelente atalaya sobre la cual es posible observar el nivel ético de una ley de enjuiciamiento. Ésta no puede alentar la conducta maliciosa o fraudulenta de los litigantes, ni permitir que venza el más diestro en el uso de las normas procesales, sino el que tenga razón. Pero como ello nunca se podrá contrastar -y ahí radica como diría SAITA el mistero del proceso - al menos debe asegurarse que quien venza lo hace con honestidad, esto es, con buena fe procesal (...) El principio de la buena fe, universalmente reconocido desde el derecho romano, ha sido acogido especialmente en las normas sustantivas-especialmente en el Código Civil-, pasando casi desapercibido hasta hace poco tiempo en el ámbito del derecho procesal. Por ello, no es de extrañar que sean los civilistas quienes hayan efectuado las elaboraciones doctrinales más fructíferas sobre este principio. De igual modo, el principio de la buena fe ha sido amparado normativamente por el Derecho Laboral y el Derecho Administrativo (...) Sin embargo, olvidamos que la estimación judicial de la mala fe procesal comporta la limitación del ejercicio del derecho fundamental a la defensa de la parte que presuntamente actúa vulnerando dicho principio. En el marco de un proceso, el ejercicio de las facultades que las leyes de enjuiciamiento atribuyen a las partes, se encuentra amparado, prima facie, por el derecho fundamental a la defensa. En consecuencia, su limitación sólo puede justificarse por la necesidad de proteger otro derecho fundamental, valor o bien constitucionalmente protegido. Sólo desde la técnica de la ponderación de los intereses en conflicto (balancing) puede resolverse la colisión entre derechos o bienes constitucionales. Por ello, al margen de los fundamentos éticos o morales del principio de la buena fe, debe determinarse en última instancia el fundamento constitucional de este principio susceptible de legitimar la limitación del derecho a la defensa.[1]

Añade el mismo autor al precisar las «consecuencias de la infracción del principio de la buena fe procesal» como

[l]a exigencia de actuar con buena fe procesal quedaría en una mera proclamación programática si la Ley no previera mecanismos de protección tendentes a potenciar su virtualidad práctica. Por ello, su infracción puede originar consecuencias de muy distinto alcance, que varían en función de la configuración de la concreta regla como una carga, una obligación o un deber procesal (...) Atendiendo al contenido de las consecuencias que se derivan de la infracción de la buena fe procesal, las podemos clasificar en procesales y extraprocesales: en el primer grupo, nos encontramos con la inadmisión del acto procesal solicitado, la ineficacia del acto procesal realizado, la pérdida de las cantidades económicas depositadas judicialmente para la realización de actos procesales, la valoración intraprocesal de la conducta de las partes, las multas, las costas procesales, la nulidad de actuaciones, la pérdida del pleito, o el uso de la coacción física para contrarrestar la mala fe procesal[2] (resalta la Sala).

Más gravosa se hace la situación cuando la obstrucción recae sobre la práctica de una experticia que por su especialidad y alto grado de certeza científica se constituye en la «prueba reina» del debate, como es el caso de las impugnaciones de reconocimiento de paternidad donde un resultado excluyente en el examen de identidad genética genera una confiabilidad intensa de que quien se reputa como padre biológico no tiene tal calidad.

De allí que cualquier maniobra con la que se busque esquivar que se lleve a cabo la comparación entre los perfiles de ADN de los involucrados en el pleito es claramente constitutiva de indicio en contra de quien la lleva a cabo. Igual sucede cuando trabada la litis los intervinientes cambian de domicilio sin poner en conocimiento esa situación, generando así inconvenientes para la práctica de notificaciones y evacuación de pruebas que requieran de un enteramiento personal, o cuando se muestran remisos a atender los llamados y requerimientos de las autoridades, en aras de dificultar que se brinde una pronta y satisfactoria solución de los casos.

Eso es así porque ante la inocultable y reprochable falta de lealtad procesal se dan los supuestos que jurisprudencialmente se han reconocido para configurar tales efectos, ya que según se recordó en SC 19 dic. 2013, rad. 1998-15344, que se transcribe en extenso por su relevancia,

[e]l indicio presenta una estructura lógica que consiste en un razonamiento que parte de una premisa especial (el hecho probado), para arribar a una conclusión hipotética (el hecho desconocido), a la cual se llega gracias a una regla de la experiencia (altamente probable), que es la que le otorga un amplio margen de convicción, dentro de los parámetros de lo razonable y de lo que la cotidianidad nos revela.

El fundamento de las reglas de la experiencia está constituido por la constancia que se observa en una relación de causa a efecto, es decir por la costumbre que se tiene en una serie causal.

 De ahí que el valor racional de la inferencia indiciaria es siempre de probabilidad, pues basta un solo hecho que refute o contradiga el enunciado que se cree verdadero, para que se vea mermado el grado de confianza que en él se tiene, a pesar de lo cual es posible concebir hipótesis indiciarias que suelen alcanzar el carácter de concluyentes al estar más allá de todo margen de duda razonable porque las máximas de la experiencia les otorgan un alto grado de convicción.

En nuestro Código de Procedimiento Civil, basta que se cumplan los requisitos que establecen los artículos 248 y 250 para que se tenga como legalmente eficaz una prueba indiciaria. El primero de ellos, como ya se dijo, exige la demostración del hecho indicador, mientras que el segundo señala las condiciones mínimas que debe reunir la inferencia racional que realiza el juzgador y su relación con los demás medios de prueba.

El primer requisito que contempla el artículo 250 consiste en que se atienda a su gravedad. Una inferencia indiciaria es grave, concluyente o altamente convincente cuando sus premisas se apoyan en reglas de la experiencia (la ciencia y la técnica hacen parte de éstas) que dejan en evidencia relaciones de causalidad con un alto nivel de constancia o repetición.

Esas máximas pragmáticas no son elaboradas por el juez, dado que éste solo las toma de la realidad circundante o de las conclusiones de los expertos, según lo requiera la materia que se esté tratando. Ellas se extraen, de manera inductiva, a partir de las regularidades que se observan en los acontecimientos naturales y en los comportamientos humanos, y corresponden a lo que los filósofos denominan "preconcepción hermenéutica", o lo que en términos cotidianos se llama "sentido común". El apoyo en esas reglas impide que la inferencia indiciaria quede relegada al campo de la mera subjetividad o relativismo, y posibilita un análisis objetivo de su contenido de verdad dentro de un contexto de reconocimiento intersubjetivamente válido.

(...)

De ahí que esta Corporación haya precisado que "el mérito probatorio del indicio se encuentra íntimamente relacionado con la aptitud que tenga para llevar al juzgador a inferir lógicamente la existencia del hecho investigado, es decir, de la mayor o menor conexión lógica que encuentre entre el hecho indiciario y el hecho desconocido por probar, de acuerdo con las reglas de la experiencia o de la lógica, pues entre más ajustada a tales reglas resulte la inferencia, mayor será su significación probatoria." (Sentencia de Casación Civil de 25 de noviembre de 2002).

La gravedad de la prueba circunstancial se halla en estrecha relación con otra de las pautas que ofrece el mencionado artículo 250 de la ley procesal, y que consiste en la concordancia que deben tener los distintos indicios entre sí como partes integrantes de la situación indicada. Tal condición hace alusión a la relación material que conecta los antecedentes con su consecuencia, es decir al 'hilo' que une varios hechos y que la mente humana es capaz de reconocer aun cuando no siempre sea posible percibirlo de manera directa.

Apuntando hacia la misma idea, esta Sala ha tenido la oportunidad de explicar: "La vinculación mutua de las circunstancias indicadoras ha de tener tal significación que, vistas todas ellas con sentido de unidad, constituyen los eslabones de una única cadena, dándose así una articulación en grado tan estrecho que, desaparecido uno o varios de esos eslabones, la cadena en cuestión queda rota y convertidos los 'indicios' en simples suposiciones, de suyo no idóneas para fundamentar las conclusiones que sobre ellas haya pretendido cimentar el juzgador..." (Sentencia de 21 de mayo de 1992).

La tercera exigencia que estatuye la ley es la convergencia, que según fuera aclarado por esta Corporación en la providencia que se acaba de citar, radica en que los hechos conocidos y catalogados como indicios guarden armonía con el hecho principal que se investiga

(...)

"Finalmente –reitera esta Corte–, el conjunto indiciario ha de salir indemne ante pruebas infirmantes o contraindicios capaces de eliminar esa concatenación general de que se viene haciendo mérito". (Sentencia de 21 de mayo de 1992, Exp.: 3345) Es decir que en el proceso de elaboración de las hipótesis indiciarias es preciso examinar las suposiciones invalidantes o situaciones que dejan en evidencia la posibilidad de arribar a una conclusión distinta de la que se pretende demostrar.

(...)

Todos estos patrones de validez formal y verdad material que le dan rigor o fuerza demostrativa al indicio, son observados, en la mayoría de los casos, de modo natural por el juez de genio aguzado, quien no necesita tener profundos conocimientos teóricos de tales asuntos para poder llegar a la correcta elaboración de tales inferencias, pues su ingenio y preparación jurídica le bastan para darse cuenta de si una conclusión de esa naturaleza es concluyente o, por el contrario, poco probable o contraevidente.

En esta oportunidad encuentra la Sala que los elementos de convicción y el comportamiento asumido por el contradictor y quien en un comienzo ejercía su representación dan lugar a modificar la sentencia de primera instancia y acceder a las pretensiones formuladas.

Valga anotar de entrada que el interés de los promotores y la oportunidad de sus reclamos quedó establecido a cabalidad, como lo advirtió el a quo cuando, a pesar de negar sus aspiraciones, desestimó las excepciones de «falta de interés para actuar», «caducidad», «prescripción» e «inaplicabilidad del art. 248 del C.C.C.».

Es indudable que Gustavo Alberto, Luís Fernando y Mario León Peña Aristizábal, desde el fallecimiento de Alberto Peña Cañola, quedaron facultados para atacar el reconocimiento que en vida éste hizo de Juan Camilo, con lo que adquirió la categoría de hermano de aquellos y, en consecuencia, concurría con igual vocación a la repartición de la herencia paterna.

Además, la acción se promovió cuando apenas habían transcurrido tres meses del deceso y estaba en vigencia el texto original del artículo 248 del Código Civil, que aplicado al caso en virtud de remisión expresa del artículo 5° de la Ley 75 de 1968, les confería un plazo para impugnar de «trescientos días subsiguientes a la fecha en que tuvieron interés actual y pudieron hacer valer su derecho».

Y es que como lo resaltó la Sala en el fallo de casación (27 mar. 2006), que da lugar a la presente sentencia sustitutiva,

(...) el problema jurídico que en esta ocasión se le plantea a la Corte tiene que ver con los efectos de los fallos de constitucionalidad, las líneas siguientes están destinadas, precisamente, a establecer si a este asunto le eran aplicables las consecuencias jurídicas que se desprendieron de la susodicha sentencia de inexequibilidad proferida por la Corte Constitucional, esto es, la C-310 de 31 de marzo de 2004, para de esa manera determinar si esta controversia, en lo tocante con el plazo de caducidad de la acción, debía resolverse al amparo de la específica norma seleccionada por el sentenciador o no, conforme pasa a verse.

(...)

En este caso aconteció que el tribunal adoptó como fundamento de su decisión la sentencia de inexequibilidad acabada de referir [C-310-04] y, pese a lo que viene de sostenerse, le hizo producir efectos hacia atrás, para de esa manera determinar que, por consiguiente, la acción de impugnación de la paternidad extramatrimonial aquí intentada se había propuesto por fuera del término de sesenta días que, a su juicio, era el aplicable para esos propósitos, debido a que aquel de trescientos días había sido declarado inexequible, sin percatarse que esa providencia de constitucionalidad a este asunto no le era aplicable en la medida en que el mismo fue promovido con mucha anterioridad a la fecha en que esa decisión se profirió, lo cual inevitablemente conducía a significar que, por ende, los efectos de dicha determinación judicial no podían adoptarse para dar por establecido que el término de caducidad de la acción intentada era el que el fallador finalmente aplicó y no el "trescientos días", que preveía el inciso segundo del numeral, 2º del artículo 248 del Código Civil, aducido por los recurrentes como infringido (folio 56).

Eso sin considerar que, aunque al momento de iniciar el proceso ya se hubiera configurado la figura extintiva, en virtud de las reformas sobre la materia introducidas por la Ley 1060 de 2006, en el parágrafo transitorio del artículo 14 se concedió una oportunidad para acudir a quienes ya había caducado ese derecho y, por aplicación extensiva, a quienes tuvieran trámites en curso, como aquí acontece.

Al respecto dijo la Corte en SC de 24 de abr. 2012, rad. 2005-00078, que

(...) en el presente caso no se configuraban los efectos extintivos que se derivan de la caducidad, si se tuviera por aceptada su ocurrencia desde el mismo momento en que se radicó el escrito introductor en las oficinas de reparto, con amparo en el parágrafo del artículo 14 de la Ley 1060 de 2006, que concedió una nueva oportunidad para impugnar a quienes hubieran obtenido fallos adversos por la ocurrencia de dicha figura, situación que se hace extensiva a los procesos que estuvieran en trámite en virtud al referido presupuesto de interpretación sistemática de las normas a que se ha hecho alusión.

Desde esta óptica, los hermanos Peña Aristizábal no solo contaban con legitimación para reclamar, sino que lo hicieron en tiempo, independientemente de que su derecho surgiera desde el momento mismo en que se enteraron del acto cuestionado, como lo alega el opositor, o con la defunción de quien lo hizo, a criterio de sus contrarios.

En cuanto a la demostración de la causal invocada, lo primero que llama la atención es que los motivos de duda de los gestores tienen fundamento en situaciones que eran conocidas por quien en sus comienzos representaba al demandado, sin que surjan espontáneamente como producto del mero capricho de los descendientes de Peña Cañola.

Es así como Gustavo Alberto, al ser preguntado por las razones que los llevan a impugnar, contestó que

(...) cuando mi padre me dijo que era mi hermano, dije bienvenido a casa padre, porque él me dijo verdaderamente hombre éste es tu hermano, después con el tiempo, nos dijeron de que ese muchacho no era hermano de nosotros, que era que a papá lo habían engañado diciéndole que ese muchacho si era verdaderamente de él, que para que pusiéramos cuidado que no era hijo del mono y también por rasgos familiares que no ve uno ningún parentesco de familia, hombre después escuché un run run, que el padre era disque (sic) de un paquirri, ahí le metieron chucha por liebre, por comentarios escuché eso, que doña Elvia lo había engañado y por eso queremos saber si verdaderamente es hermano o no (folios 106 y 107, cuaderno 1).

Y cuando se cuestionó a Luis Fernando si «observó personalmente en alguna oportunidad a la señora Elvia Cartagena acompañada de un hombre diferente a su padre», a pesar de la animadversión que confesó sentir hacia ella, dijo que no. Agregó, eso sí, que «pero ya viviendo con mi papá el padre [de] Juan Camilo es un tal Paquirri, no sé el nombre», complementando luego que «esos murmullos me decían aquí y en Medellín, ve ole Fernando, decile a tu papá que salga de ese lío que ese muchachito no es de él» (folio 130, cuaderno 1).

Por su parte Elvia del Socorro Cartagena, en diligencia de interrogatorio de parte decretada de oficio, relató que la inconformidad de aquellos provino de «chismes, y por comentarios del Mono Aguirre, que fue el que inició todo eso, por rabia que no pudo lograr nada conmigo, empezó a hacer esos comentarios» (folios 135 al 138, cuaderno 1).

Quiere decir lo anterior que la génesis del litigio no devino del capricho o un interés meramente económico, sino de una duda razonable de quienes buscan esclarecer si existe un lazo de sangre que los una con su contendor, sembrada por rumores que, independientemente de su fundamento, generaron malestar y enturbiaron las relaciones fraternas que pudieran existir entre ellos.

Frente a ese dilema, no les quedaba a los afectados otra vía que la de acudir ante la jurisdicción para que, por su intermedio y con todas las garantías procesales, se constatara la veracidad de lo que en vida expuso Luis Alberto Peña Cañola, sin que significara la comisión de una arbitrariedad o la afectación de los derechos de un menor de edad, al que antes que nada le convenía saber con precisión cuál es su condición respecto de quienes tenía como integrantes de su familia.

Como dijo la Corte, en SC de 24 de abril de 2012, rad. 2005-00078-01, en un asunto donde un padre biológico promovió la impugnación de paternidad legítima para regularizar la situación de su hija y que cobra relevancia en este caso por tratarse de temas de filiación,

[e]s indudable que las modificaciones normativas se encaminan a reconocer la realidad social y la forma como ello trasciende en el desarrollo del individuo, con amparo en el derecho a la igualdad ante la ley y sin que la protección de situaciones de indefensión, como las de los menores, den lugar a políticas discriminatorias o de inequidad.

Desde la actual perspectiva sobre el tema, inspirada en los pilares de la Constitución de 1991, es indudable que las relaciones de familia, en el más amplio espectro, deben estar respaldadas con una conciencia clara y precisa sobre su verdadero alcance.

La irrevocabilidad del reconocimiento de los hijos nacidos por fuera del matrimonio, al tenor del artículo 2° de la Ley 45 de 1936 y modificado por el 1° de la Ley 75 de 1968, no lo constituye en un hecho ajeno a discusiones o inmodificable, puesto que si esa expresión de la conciencia proviene de engaños o equivocaciones, puede ser desvirtuada por vía judicial.

Ni siquiera el que se haga la afirmación de ser padre de un hijo, a sabiendas de que no lo es, tiene los alcances de fijar de manera perenne los nexos de parentesco sanguíneo, puesto que ese mecanismo no puede ser empleado para sustituir la adopción, que es la forma como se debe proceder cuando una persona acoge en su núcleo familiar a quien no ha procreado.

Es por esto que la Sala, a pesar de tener en cuenta que el estado civil no es un asunto que pueda estar sometido al vaivén emocional de quien reconoce, ha admitido que éste, al tener un interés legítimo sobre el particular, acuda a las autoridades para que se examine su proceder cuando existen razones para concluir que los motivos que lo llevaron a ello son ajenos a la realidad.

Así lo señaló en SC de 1° oct. 2004, rad. 0451-00, al precisar que

[e]s indiscutible que la afirmación del sentenciador de segundo grado para fundamentar la desestimación de la pretensión de impugnación de la filiación extramatrimonial se basó en que el demandante carecía de legitimación en la causa en atención a que el reconocimiento de tales hijos es, de conformidad con el artículo primero de la ley 75 de 1968, irrevocable, fue desafortunada y constituye sin atenuantes un error de índole jurídica, pues, contra toda evidencia, extrajo una conclusión de derecho totalmente ajena al querer del legislador plasmado en las normas pertinentes.

Es cierto que la norma acabada de mencionar dispone que "el reconocimiento de los hijos naturales -hoy llamados extramatrimoniales- es irrevocable", empero ello no significa que el padre no tenga legitimación activa para promover la acción respectiva de impugnación de dicha filiación.

De acuerdo con lo reglado en el artículo 403 del Código Civil, el "legítimo contradictor en la cuestión de paternidades el padre contra el hijo, o el hijo contra el padre, y en la cuestión de maternidad, el hijo contra la madre, o la madre contra el hijo".

También el artículo 5° de la ley 75 de 1968 faculta al padre para cuestionar su acogimiento legal de un hijo extramatrimonial al preceptuar que "el reconocimiento solamente podrá ser impugnado por las personas, en los términos y por las causas indicadas en los artículos 248 y 336 del Código Civil".

De la normatividad transcrita se desprende de manera inequívoca que el padre sí tiene la dicha legitimación en la causa para cuestionar la paternidad que se le atribuye respecto de determinado hijo, como es el caso de aquel que habiendo nacido fuera del matrimonio ha sido reconocido como tal, con el lleno de todos los requisitos legales. Otra cosa es, lo que no entendió en su momento el fallador, que el reconocimiento hecho por el padre de un hijo extramatrimonial sea irrevocable, toda vez que no está autorizado para acudir al mecanismo de retractación por expresa prohibición del legislador plasmada en el artículo primero de la ley 75 de 1968.

Existe, pues, una clara diferencia entre la prohibición que tiene el padre para arrepentirse y revocar unilateralmente el reconocimiento de un hijo extramatrimonial, con la legitimación que se le da al mismo para que, por las causas y en los términos prescritos en la ley, promueva la impugnación de dicho acogimiento de una persona como su consanguíneo. Este fue, entonces, el error jurídico en que incurrió el tribunal.

Si esa situación se pregona de quien asume conscientemente los efectos de esa manifestación de la voluntad, nada distinto puede decirse de los terceros ajenos a la misma que resultan perjudicados, ya sea desde ese instante o con posterioridad.

De tal manera que la irrevocabilidad del reconocimiento, como señaló la Corte en SC 204 de 27 oct. 2000, rad. 5639,

(...) no estuvo inspirada sino en la idea de que el padre, en la creencia de que a su antojo podía entregar el estado civil, albergase la idea de que por ese mismo sendero podría en cualquier momento despojar al hijo de tal reconocimiento.

Pero, desde luego, la irrevocabilidad no tiene porqué aceptarse siempre y en todo supuesto a fardo cerrado, concediéndole así un alcance que rebasa su propio límite. La irrevocabilidad lo único que significa es que dentro del arbitrio del reconociente no está el arrepentirse. Porque nadie duda que por encima de ello queda a salvo el derecho de impugnarlo, aunque sólo por las causas y en los términos expresadas en el art. 5 de la ley 75 de 1968, evento en el cual, conviene notarlo, se persigue es correr el velo de la inexactitud del reconocimiento, en cuanto éste no se aviene con la realidad: en una palabra, busca demostrarse la falsedad del reconocimiento.

La ley, efectivamente, atendidos altos intereses sociales, fijó unos precisos requisitos para que los interesados ejerzan su derecho de impugnar el reconocimiento de hijo extramatrimonial; la causal que les es dable invocar, conforme al artículo 248 del código civil, al cual remite el artículo 5º de la ley 75 de 1968 para estos efectos, no es otra que la de que el reconocido no ha podido tener por padre a quien le reconoció, la cual causal, además, han de alegar dentro de los perentorios términos que se fijan; vencidos éstos, caduca el derecho allí consagrado, lo cual traduce que el reconocimiento en cuestión se consolida, haciéndose impermeable a dicha acción".

Ahora bien, en presencia de cualquier discusión relacionada con la filiación, ya sea para desvirtuar la presunta o la voluntariamente admitida, pero que carece de fundamento, así como para verificar la reclamada respecto de determinada persona, es imprescindible la realización de la prueba científica, que en la época en que inició la litis ordenaba el artículo 1° de la Ley 721 de 2001, con el ánimo de constatar la existencia de una coincidencia en la información genética superior al 99.9%, aplicando la «técnica del DNA».

Su trascendencia es indiscutible si se tiene en cuenta los altos grados de precisión que día a día arroja ese tipo de exámenes, lo que la erige en una herramienta que, aunque no garantiza en un ciento por ciento (100%) la filiación, si permite excluirla.

Al respecto, la Corporación en SC de 26 ago. 2011, rad. 1992-01525-01, dijo que

[e]l legislador colombiano, atendiendo los avances científicos en materia genética y la circunstancia de estarse realizando en el país exámenes de cotejo de las características del ADN concluyentes de la paternidad y/o de la maternidad, con un grado de certeza superior al 99.9%, dictó la Ley 721 de 2001 "por medio de la cual se modifica la Ley 75 de 1968", en la que impuso que en los procesos de investigación de la filiación es forzosa la práctica de dicha prueba y que "[e]n firme el resultado, si la prueba demuestra la paternidad o maternidad, el juez procederá a decretarla, en caso contrario se absolverá al demandado o demandada" (art. 8º, par. 2º).

Sobre el particular tiene dicho la Sala, que "si el propósito apunta a que la denominada 'verdad biológica' coincida con la jurídica, como que todo gira en torno a vincular a una persona, con los efectos que declaratoria de aquél abolengo comporta, 'con su origen sanguíneo y su incontrastable derecho a conocer a sus progenitores', resulta importante contar con las pruebas que hoy el avance de la ciencia brinda, concretamente en el campo de la genética" (Cas. Civ., sentencia del 18 de diciembre de 2006, expediente No. 0118).

Y en SC de 29 jul. 2009, rad. 2002-00451-01, se recordó que

(...) como lo tiene dicho la jurisprudencia de la Corte "cuando el avance de la ciencia en materia de genética es sencillamente sorprendente, contándose ahora con herramientas que a juicio de doctos contienen un indiscutible rigor científico, al extremo de que existen pruebas de tal naturaleza que pueden determinar la paternidad investigada en un grado de verosimilitud rayano en la seguridad" (Cas. Civ. sent. de 23 de abril de 1998, exp. 5014), hasta el punto que frente a este medio de convicción se ha precisado que la discusión o problema que existe en la actualidad "no es el de cómo creer en la prueba genética, sino el de cómo no creer en ella, de manera que, en cualquier caso, quien quiera desvirtuar esa alta dosis demostrativa, que lo acredite" (Cas. Civ. sent. de 27 de julio de 2001, exp. 5522).

En ese mismo fallo se memoró cómo en SC de 30 ago. 2006, rad. 7157, expresó la Sala que

(...) en la investigación de la paternidad, el juzgador en la actualidad tiene a su alcance valiosos instrumentos derivados de los avances científicos que le permiten reconstruir la verdad histórica, esto es la paternidad biológica; por supuesto, que si las pruebas genéticas permiten no sólo excluir sino incluir con grado cercano a la certeza la paternidad de un demandado resulta patente su relevancia en la definición de esta especie de litigios, obviamente, sin dejar de lado las causales de paternidad que contempla el artículo 6º de la Ley 75 de 1968 (...) Sobre la prueba sanguínea la Corte, en sentencia del 19 de febrero de 2002, puntualizó `que la misma ha permitido formular 'leyes y cuadros de paternidades posibles e imposibles, según la hemoclasificación conocida del hijo, la madre y el presunto padre', y es que cuando es positiva no tiene por sí sola la 'virtualidad de ubicar en el tiempo el trato sexual', pero cuando el resultado es negativo, sí resulta eficaz para la exclusión de paternidad; es decir que, como lo reiteró esta Corporación, refiriéndose concretamente a esa especie de examen 'el resultado de la prueba no señala paternidad, sino que la descarta'. En decisión anterior también sostuvo que `el resultado de grupos sanguíneos, no excluye la posibilidad de que una persona es el padre un niño, ello no puede resolverse en la tesis de que tal resultado sea prueba científica de la paternidad de aquella. Sin duda lo científico de la prueba es tan solo su carácter negativo o excluyente, o como recientemente se reiteró: el resultado de la prueba no señala paternidad, sino que la descarta´ (sentencia del 6 de junio de 1995).

Quiere decir lo anterior que tratándose de un imperativo legal la toma de muestra para extraer la información genética de los involucrados, es una carga compartida para todos ellos, que no puede ser evadida o burlada por ninguna razón.

Dicha obligación tiene mayor relevancia en los procesos de impugnación, puesto que un resultado excluyente de paternidad, al ser determinante e incontrovertible, no se desvirtúa con los restantes elementos de convicción.

Por tal razón, la renuencia a su realización o el trabamiento es constitutivo de temeridad y mala fe, al tenor de los numerales 4 y 5 del artículo 74 del Código de Procedimiento Civil, por referirse a casos de obstrucción en «la práctica de pruebas» y de entorpecimiento reiterado del «desarrollo normal del proceso».

Y a pesar de que el artículo 72 ibidem se refiere a la responsabilidad patrimonial de las partes «por los perjuicios que con sus actuaciones procesales, temerarias o de mala fe, causen a la otra o a terceros intervinientes», si esos aspectos económicos están ligados a las reclamaciones del estado civil, como aquí acontece, la incidencia se extiende a los resultados adversos para quien pretende burlar los fines de la administración de justicia.

Precisamente esa es la situación que acá se presenta, pues, partiendo de la base de que los accionantes aceptaron la existencia de relaciones sexuales entre Luis Alberto Peña Cañola y Elvia de Socorro Cartagena para la época de la concepción de Juan Camilo, además de que no estaba en discusión la posibilidad de procrear de aquel, el medio de convicción idóneo para verificar que el reconocimiento paterno no correspondía a la realidad biológica era precisamente el examen de ADN.

Ninguna declaración, documento o elemento demostrativo que respaldara la pluralidad de contactos de Elvia del Socorro con personas diferentes a su compañero hubiera sido suficiente para dejar sin piso la posibilidad de que éste fuera el padre, como lo aceptaron al sustentar la alzada los recurrentes, agregando que acogerían sin reclamos el resultado que arrojara la evaluación científica.

Por este motivo, teniendo razones los promotores para dudar de la certeza sobre la declaración consignada por Peña Cañola en el registro civil de nacimiento del demandado, en vista de los «rumores» que la misma progenitora admitió que existían, si el interés de ésta era evitar un daño al que para la época era menor de edad, tenía la obligación de acallarlos mediante la práctica de la prueba.

Sin embargo, la forma como asumieron el pleito el demandado y su progenitora denotan una obstinación por evitar que se llevara a cabo el dictamen científico que dejara libre de dudas si Luis Alberto Peña Cañola fue en realidad el padre biológico de Juan Camilo Peña Cartagena; ello genera un alto grado de probabilidad de que las reclamaciones de los accionantes son ciertas como resultado de la confrontación del siguiente conjunto de indicios al respecto:

La intervención inicial del contradictor por intermedio de su ascendiente consistió en formular reposición contra el admisorio en que se decretó la práctica del «examen de genética (prueba de ADN)» (fl. 18 cno. 1), argumentando que «no estamos de esta forma negándonos a la práctica del examen, sino que solicitamos respetuosamente al Despacho, se sirva inadmitir la demanda, hasta tanto no se presente una prueba seria, que constituya un indicio de que el señor Peña Cañola no pudo ser el padre del menor» (fls. 20 al 22 cno. 1), pero al fracasar ese intento olvidaron tal conformidad, tanto la madre como el opositor, y fueron abierta y expresamente reacios a su práctica.

El cambio sorpresivo de parecer sólo porque no fueron acogidas sus razones, es la primera señal de que en realidad no les asistía el ánimo de dejar que se tomaran las muestras de rigor por el temor al resultado.

En el curso de la primera instancia se ordenó examen de ADN, a llevar a cabo en el Laboratorio de Genética Forense de la Universidad de Antioquia, en varias oportunidades (23 de enero, 26 de febrero y 23 de marzo de 2003), sin que Elvia Cartagena y su hijo acudieran (fls. 43, 45, 46, 49, 50, 55 vto. y 56 cno. 1).

Cada inasistencia constituyó una afrenta al deber de «[p]restar al juez su colaboración para la práctica de pruebas y diligencias» lo que ordena la ley adjetiva apreciar «como indicio en contra» (numeral 6 artículo 71 del Código de Procedimiento Civil, modificado por el numeral 27 artículo 1° Decreto 2282 de 1989).

A pesar de la insistencia del a quo en «decretar la práctica de la prueba con marcadores genéticos de ADN, a la señora Elvia Cartagena y su menor hijo Juan Camilo Peña Cartagena y a las muestras orgánicas del cadáver del señor Luís Alberto Peña Cañola», cuyo cuerpo debía ser exhumado a costa de los promotores (fls. 92 al 94 cno. 1), Elvia y Juan Camilo no se presentaron a la toma de muestras, a pesar de haberse notificado personalmente el 6 de octubre de 2003, por lo que sólo se realizó la exhumación (fls. 120, 125 y 126 cno. 1), constituyéndose en pleno desacato de las órdenes impartidas por la autoridad competente.

Continuaron en rebeldía Elvia y su hijo al no acudir al laboratorio de genética indicado en la nueva fecha programada para el 14 siguiente, no obstante que se le puso al tanto en forma directa (fls. 131, 134 y 157 cno. 1).

La falta de fundamento serio de Elvia Cartagena cuando en el interrogatorio de parte absuelto justificó su renuencia a asistir al Laboratorio Genes en que «esa prueba a mi hijo no se la voy a hacer, por[que] yo no voy a someter a mi hijo a una cosa de esa por un solo chismoseo de la gente un run run, que es lo que se está manejando en este proceso» y añadiendo que «yo no he sometido a mi hijo a esa práctica de la prueba, cuando él sea consciente de esa situación, pues está en plena adolescencia y no le causaré ese trauma, cuando él sea consciente de eso y tenga facultad para hacérsela, y que no le cause trauma que se la haga él» (fls. 135 al 138 cno 1).

Si a alguien le interesaba dejar clara la validez del reconocimiento era precisamente a la representante del para esa época menor, máxime cuando éste ya había estado vinculado en un pleito de similares condiciones ante el Juzgado Promiscuo de Familia de Santafé de Antioquia donde se declaró que no era «hijo legítimo del señor Gabriel Jairo Correa Martínez», según anotación en el anverso del registro civil de nacimiento del oficio 124 de 9 jul. 1998 (fl. 7 cno. 1), de donde se extrae que la duda sobre sus orígenes siempre estuvo presente.

Relacionado con lo anterior, tiene incidencia que las imputaciones deshonrosas que dijo desatender Elvia Cartagena no provenían directamente de los promotores sino de un enrarecimiento en el medio social del que ella fue consciente, ya que al preguntársele sobre las razones de que estuviera en discusión la paternidad de Juan Camilo, de forma espontánea contestó que

(...) eso es puro chisme, que se formó por pura y legítima envidia de que nosotros viviéramos bien, de que pudiéramos vivir una vida estable, es decir Luis Alberto y yo, porque él tuvo muchas mujeres, pero con la única que vivio una vida estable y por largo tiempo, que nos quisimos y que vivimos muy bueno, fue conmigo, entonces la gente no tolera eso. La gente lo quiere ver a uno mal, entonces yo viví muy bueno, entonces por eso y los hijos a raíz de eso de todos esos chismes, y por los comentarios del Mono Aguirre, que fue el que inició todo eso, por rabia que no pudo lograr nada conmigo, empezó a hacer esos comentarios, él fue mi peor enemigo hasta el día de su muerte, por eso se generó todo esto (...).

Conocedora como era de esa situación y teniendo ciencia cierta de dónde provenía, tanto a ella como a su hijo les convenía borrar el manto de desconfianza generado, por lo que precisamente para evitarle un trauma a su hijo adolescente era lógico y aconsejable prestar toda la colaboración para que, de ser cierta e indiscutible su convicción, así fuera dictaminado mediante idónea probanza.

No contentos con el comportamiento desplegado en las instancias por el demandado y la madre, la resistencia de que fuera dilucidado de forma confiable el tema se hizo más patente cuando la Corte casó la sentencia del Tribunal que confirmó la decisión absolutoria de primer grado y, antes de proferir sentencia sustitutiva, decretó de oficio «determinar científicamente, con base en marcadores genéticos de ADN y con un índice de probabilidad superior al 99.9%, la paternidad extramatrimonial que se atribuye a Luís Alberto Peña Cañola (q.e.p.d.) respecto del menor Juan Camilo Peña Cartagena», con la colaboración del Laboratorio de Genética Forense de la Universidad de Antioquia y recalcando a los intervinientes su deber de concurrir «cuando se les cite» con ese propósito (fl. 59).

Basta con resaltar que frente a la ausencia de interés en facilitar la realización del examen, se comisionó con resultados infructuosos al Presidente de la Sala de Familia del Tribunal Superior de Antioquia sin que pudiera evacuar el primer exhorto por desconocer «el lugar donde pueden ser ubicados para la práctica de la prueba de ADN Juan Camilo Peña Cartagena y su madre Elvia del Socorro Cartagena», a pesar de que se agotaron todos los medios con la colaboración de la Policía Nacional (fls 166, 187, 188 y 254).

Con posterioridad, el 24 de octubre de 2010 madre e hijo se rehusaron a colaborar al Juzgado Segundo de Familia de Envigado, que fue subcomisionado por esa misma autoridad, cuando se estableció su paradero en la carrera 43 A N° 70 Sur - 142 Apartamento 1002 de Sabaneta, y advertidos sobre la trascendencia, «reiteraron su negativa señalando que asumirían las consecuencias» (fl. 792), para proceder luego a cambiar de domicilio como lo constató el Presidente de la Sala de Familia del Tribunal Superior de Medellín el 21 de octubre de 2011, a quien se le encomendó agotar la diligencia por todos los medios (fl 980).

Ante el evidente abandono del debate por el contradictor, se ordenó oficiar el 19 de junio de 2012 al CTI, Policía Nacional y la Dijín en Antioquia, así como a Salud Total y las empresas de telefonía, con el fin de establecer el paradero de los remisos y, con las respuestas obtenidas, se comisionó nuevamente al Presidente de la Sala de Familia del Tribunal de Medellín (fls. 1001, 1002 y 1046 al 1050).

Retornó el comisorio el 16 de julio de 2013, sin que fuera «posible su diligenciamiento» porque «todas las diligencias que se adelantaron tendientes a la localización de la parte demandada, de lo que hay constancia en el expediente, resultaron infructuosas» (fl. 1249).

Semejante despliegue hubiera sido innecesario si Elvia y Juan Camilo, sabedores como eran de la existencia del pleito y su falta de conclusión se apersonaran del impulso, por lo que su silencio evidencia un voluntario y consciente desprecio de las mínimas reglas de lealtad y buena fe procesal que se esperaba de ellos.

Tiene relevancia también que Juan Camilo cumplió la mayoría de edad el 26 de octubre de 2006 y en forma personal el 9 de agosto y el 24 de octubre de 2010 dijo no estar interesado en la realización de la toma de muestras y que «asumiría las consecuencias» de esa determinación (fls. 753 y 792).

Quiere decir que antes de desaparecer, cuando fueron contactados por los diferentes funcionarios judiciales a quienes se les encomendó tomar las muestras para el examen de ADN, tanto Elvia como Juan Camilo expresaron de viva voz que aceptaban cualquier efecto adverso de su negativa a colaborar.

Por si fuera poco, la apoderada del contradictor renunció a seguirlo representando el 17 de febrero de 2010, sin que procurara enterar a su cliente de tal determinación, con el argumento de que había perdido contacto con el mandante y sin adelantar ninguna gestión para localizarlos, lo que resulta sospechoso (fo. 691).

Por último, no deja de ser preocupante que Elvia Cartagena y Juan Camilo Peña no informaran en su momento el cambio de domicilio o el lugar donde pudieran ser localizados para fines procesales, desapareciendo sin dejar rastro alguno y dejando en el aire la sensación de que ya ni siquiera les interesaba cuál fuera el resultado de la contienda.

Todos esos acontecimientos resaltados no pueden ser vistos como un solo acto de intransigencia, puesto que fueron desplegados en múltiples oportunidades y en diferentes instancias, constituyéndose en una reincidencia de comportamientos que buscaban sabotear el normal desarrollo de un proceso en el que deben imperar reglas de lealtad y buena fe entre los litigantes. De ahí que cada una de las experiencias obstructivas e injustificadas de Juan Camilo y Elvia del Socorro para impedir y eludir que se lograra el cometido de la experticia especializada deriva en una inferencia autónoma sobre la certeza que tenían de que evidentemente sería contraria a sus intereses.

Independientemente de que las personas cuenten con derechos de orden superior que respalden la determinación de permitir o rehusar procedimientos invasivos en su cuerpo, ello no quiere decir que, de optar por lo último, se libren de las consecuencias adversas que esa decisión les acarrea, máxime cuando existe un imperativo legal para la práctica de exámenes genéticos en asuntos de filiación y media orden de una autoridad judicial, plenamente respetuosa de las garantías procesales.

Refuerza esa posición el que si bien el artículo 177 del Código de Procedimiento Civil señala que «[i]ncumbe a las partes probar el supuesto de hecho de las normas que consagran el efecto jurídico que ellas persiguen», de donde en principio la materialización de la prueba científica pedida por los accionantes era por su cuenta, lo cierto es que su imposible realización no les es imputable puesto que siempre estuvieron dispuestos a perfeccionarla, saliéndose de sus manos la postura reacia del oponente quien, por demás, tenía el deber de colaborar en el recaudo ya que en conflictos como el presente la orden de llevarla a cabo proviene de la ley y no del querer de los participantes.

Es más, estando de por medio la determinación del nexo familiar que une a los contendientes, donde los que lo niegan agotaron todos los recursos a su alcance para lograr ese cometido pero los que insisten en su prevalencia lo que hacen es entrabarlo, pasa a sopesarse el desaire a que prevalezca una realidad material con base en intereses eminentemente personales.

Así que vistos en conjunto todos los comportamientos evasivos en la obtención de una prueba fundamental, con las demás tácticas a que acudió la parte demandada al cambiar sorpresivamente de criterio de defensa, abandonar el escenario litigioso prescindiendo de designar un apoderado que reemplazara a quien renunció y desaparecer sin dar razón del paradero donde podría ser localizada, tienen la connotación suficiente para brindar sustento a los cuestionamientos de los hermanos Peña Aristizábal y acceder a sus pretensiones.

Por lo tanto, se revocarán los ordinales primero y tercero de la sentencia apelada, en los que se denegaron las pretensiones del libelo y se condenó en costas a los accionantes, para acceder a la impugnación de paternidad propuesta y las declaraciones complementarias.

Además, se mantendrá el segundo punto que tuvo por no probadas las defensas del contradictor.

Se impondrán las costas de ambas instancias al opositor, de conformidad con lo previsto en el numeral 4 del artículo 392 del Código de Procedimiento Civil. Las agencias en derecho de segundo grado se determinarán en esta misma decisión, atendiendo lo reglado en dicha norma, y conforme al Acuerdo 1887 de 2003, modificado por el 2222 del mismo año, expedidos por el Consejo Superior de la Judicatura, que contemplan en estos eventos para procesos de familia que carezcan de cuantía «hasta cuatro salarios mínimos mensuales legales vigentes».

DECISIÓN

En mérito de lo expuesto, la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia, administrando justicia en nombre de la República y por autoridad de la ley, actuando en sede de segunda instancia,

RESUELVE

Primero: Revocar los ordinales primero y tercero de la sentencia proferida el 22 de enero de 2004, por el Juzgado Promiscuo de Familia de Santa Fe de Antioquia, en el proceso de la referencia.

Segundo: Confirmar el segundo que tuvo no probadas las excepciones de fondo propuestas.

Tercero: Declarar que Juan Camilo Peña Cartagena no es hijo de Luis Alberto Peña Cañola.

Cuarto: Oficiar a la Notaría Primera de Medellín para que haga las anotaciones pertinentes en el registro civil de nacimiento con serial 11115204.

Quinto: Condenar en costas de ambas instancias al demandado, en favor de su contraparte.

Liquídense por la Secretaría las de segundo grado, incluyendo agencias en derecho por $2.000.000.

Sexto: Devolver, en su oportunidad, el expediente al Tribunal de origen.

Notifíquese

AROLDO WILSON QUIROZ MONSALVO

Presidente de Sala

MARGARITA CABELLO BLANCO

ÁLVARO FERNANDO GARCÍA RESTREPO

LUIS ALONSO RICO PUERTA

ARIEL SALAZAR RAMÍREZ

OCTAVIO AUGUSTO TEJEIRO DUQUE

LUIS ARMANDO TOLOSA VILLABONA

[1] Picó i Junoy, Joan. «La buena fe procesal», Colección Monografías, Grupo Editorial Ibañez, 2011, pags. 33 a 36.

[2] Ob cit p 115.

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